La aparecida de la
ruta 3
Una de las leyendas más populares de
Salto, departamento al que dedicamos un ciclo especial gracias a la
colaboración de Diego Moraes.
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La aparecida de la ruta 3
Fuera de esta sumisa anécdota, que
referiré a continuación, no existen, que yo sepa, otras visiones de
la Aparecida o de la Madre de la Ruta 3. Sin embargo, he podido
comprobar que es tal el sobrecogimiento que invade indefectiblemente
al ánimo del auditorio cuando se cuenta esta leyenda, tanto el miedo
y la angustia que sobreviene ante su sola mención, que acaso no hay
otra tan impactante como ella en todo el catálogo de los misterios
salteños.
Ésta me fue referida, casi al azar,
en conversaciones privadas con uno de los propios involucrados en el
hecho. Cierta noche muy lluviosa, un camionero que regresaba a Salto
por la Ruta 3 luego de haber dejado en Río Grande un cargamento de
naranjas, divisó, poco antes de llegar a la entrada de Belén, a una
mujer que gesticulaba y hacía ademanes, presa de notoria ansiedad.
El camionero, al principio, no
sospechó nada en particular, pues para la gente de su profesión
encontrarse con peregrinos que hacen dedo a la vera del los caminos,
incluso bajo un diluvio y en medio de la nada, es pan de todos los
días. No obstante, y conforme las luces de los focos del camión
fueron acercándose al sitio en el que la mujer se hallaba, sus
impresiones comenzaron a tomar una dirección muy diferente, más aún
cuando pudo comprobar que algunos cuantos metros más adelante, justo
en la naciente de una curva, había un auto volcado, con signos de
haberse estrellado recientemente y que ya comenzaba a encenderse en
llamas.
Al divisar esto, el camionero detuvo violentamente la
máquina, y bajó precipitadamente a prestar auxilio a la mujer. Pudo
advertir entonces que se trataba de una jovencita seriamente
lastimada; sangraba profusamente, cojeaba de una pierna y tenía una
herida muy profunda a un costado de la cabeza. No obstante, y para
sorpresa del camionero, ésta no parecía mayormente interesada en su
propia salud.
-¡Ayude, por favor, a mi hijo! gimió, casi
suplicante, la joven-.
¡Mi hijo está atrapado en el auto! ¡Si no
sale de allí pronto se va a morir! ¡Por favor, ayúdelo! Al
camionero le costó trabajo reaccionar. Dijo entonces lo primero que
se le pasó por la mente: le preguntó a la mujer si se encontraba
bien, o si había sufrido ella misma algún tipo de herida que
necesitara atención inmediata. Pero la mujer no parecía escucharlo.
-¡Mi hijo! gritaba angustiada-. ¡Por favor, salve a mi hijo!
El camionero, todavía perplejo, se alejó entonces de la mujer
y salió corriendo a todo galope en dirección al auto accidentado.
Al llegar a él, le costó bastante trabajo encontrar algún hueco
por donde asomar la cabeza; el auto había dado muchas vueltas y casi
no era otra cosa que un puñado de chatarra humeante y retorcida.
Además, la fuerza del agua, mezclada con el hedor a nafta
desparramada, tornaba casi imposible la respiración. Y hay que sumar
a todo esto que la presencia de las llamas auguraba una inminente
explosión. De todos modos, y haciendo acopio de su valor, el
camionero se las ingenió para llegar a los asientos traseros, luego
de romper una ventanilla, donde pudo notar que se hallaba un bulto de
color blanco. Prestando mayor atención, pudo advertir también que,
envuelto en aquellas mantas, se encontraba acurrucado un niño en su
más tierna infancia, casi un bebé, que sollozaba bajito.
El
camionero lo sacó del auto presurosamente, tratando de alejarlo del
peligro.
Sin embargo, y cuando ya comenzaba a creer que su tarea
había terminado con éxito, pudo advertir, para su sorpresa, un
elemento que no había previsto: un segundo cuerpo yacía atrapado
entre los hierros.
En eso, otra camioneta se detuvo en la ruta.
Se trataba de una pareja de oficiales de la Policía Caminera que, al
advertir el accidente, frenaron a prestar ayuda. El camionero fue a
su encuentro con el niño en brazos y en dos palabras, jadeante, les
explicó la situación. Puso especial énfasis en la necesidad de
obrar con velocidad. Dicho esto, los dos oficiales tomaron de la
parte trasera de la patrulla un bomberito y salieron corriendo en
dirección al auto a prestar ayuda a la segunda víctima, mientras el
camionero aplicaba los primeros auxilios al bebé.
Afortunadamente,
se encontraba sano y salvo. Cuando por fin pudo cerciorarse de esto,
y tener un segundo de descanso y reflexión, es verosímil suponer
que el camionero no pudo sin dudas dejar de advertir que la mujer que
lo había detenido en medio de la ruta, solicitándole ayuda, hacía
ya un largo rato que había desaparecido. Lo que sigue a
continuación, el final de la historia, seguramente el lector ya lo
habrá adivinado. Los dos oficiales llegaron al auto, y luego de
forzar una puerta, con grave dificultad, consiguieron sacar la
segunda víctima al exterior. Se trataba de una mujer, casi
completamente desfigurada por las heridas, pero que el camionero pudo
reconocer, estupefacto, como la misma que lo había detenido en la
ruta.
Era, en efecto, la propia madre de la
criatura rescatada, salvo el hecho
inexplicable de que hacía varios minutos que estaba muerta. Según
mi testigo estrella, resulta innegable que la Aparecida de la Ruta 3
había sido el propio espíritu o el fantasma de la madre del niño,
que una vez muerta en el accidente, y antes de emigrar al reino
tenebroso, había querido asegurarse de dejar a buen resguardo la
vida del pequeño.
Diego Moraes (Salto, 23 / 2 / 79) es
Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la
Educación (UdelaR) y Procurador por la Facultad de Derecho (UdelaR).
Ha colaborado también como redactor en varias publicaciones
culturales, tales como Prima Cruzada (Montevideo) y La Ventana
Magazine (Salto).
Su libro "Bestiario del Salto Oriental.
Antología de mitos y leyendas fantásticas del departamento"
tuvo una primera edición (promocional, 50 ejemplares) y se prepara
una segunda a través de Zujka Ediciones, 2007.
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